La película de Netflix que convierte a Pinochet en un vampiro sediento de sangre
El Conde nunca pierde los aires de farsa, y una de sus fortalezas es justamente no caer en discursos políticos o falsos sentimentalismos, dejando los llamados a la reconciliación fuera de su representación ficcional. Posee un discurso bastante feroz sobre la violencia, la impunidad y el saqueo al Estado en dictadura, cuestión que se agradece. Pero cojea gravemente en el desarrollo de los personajes y algunos elementos de la trama.
El estreno reciente de El Conde me motiva a hacer una crítica personal y subjetiva sobre esta película, en medio de críticas dispares que van de los elogios a la denuncia de su imprecisión política.
Hay muchos aspectos a destacar en este film de ficción dirigido por Pablo Larraín y protagonizado por Jaime Vadell. Por ejemplo, su acierto al mostrar a Augusto Pinochet y su familia como una pandilla de pelafustanes decadentes y ladrones con ciertos aires de nobleza, realizando además este retrato paródico a partir de la cita a hechos reales.
Un punto que me parece problemático del film es la propia figura de Pinochet, sumida en una ambigüedad que parece ir y venir entre momentos muy convincentes de caracterización de un ex-dictador bananero, y otros en que se retrata un flanco más delicado y sensible, en escenas que entremezcladas resultan chocantes. Recordemos que en la vida real, Daniel López -su pseudónimo para el robo de fondos públicos y su fuga a bancos extranjeros- fue un tipo más bien rústico.
Asimismo, hay otros elementos en la trama inexplicables y excesivamente truculentos. Por ejemplo, resulta indescifrable la motivación de una de las hijas de Pinochet al traer a una monja para exorcizar al dictador. ¿Por qué elegir una monja si los exorcismos son practicados por los curas? ¿Esta es una definición discursiva o meramente estética? El mismo personaje de Carmencita, interpretado por Paula Luschsinger, a ratos tiene reacciones y crisis místicas inexplicables que no aportan o explican poco en la trama narrativa propuesta.
Ahora, hay muchos elementos buenos que destacar. El Conde nunca pierde los aires de farsa, y una de sus fortalezas es justamente no caer en discursos políticos o falsos sentimentalismos, dejando los llamados a la reconciliación fuera de su representación ficcional. Pese a ello, posee un discurso bastante feroz sobre la violencia, la impunidad y el saqueo al Estado en dictadura, cuestión que se agradece. Desde la vereda del espectador, en un principio me resultó simpática la cita recurrente a La pasión de Juana de Arco de Carl Theodor Dreyer (1928) en el personaje de la monja pero al final resulta excesiva.
En resumen, El Conde no me parece ser una película ni tan genial como dicen sus adherentes, ni tan mala como reclaman sus detractores. Desde el viejo género de la farsa nos deja un ineludible mensaje final: el fascismo vive entre nosotros. Y estará agazapado presto a rajarnos el cuello, abrirnos el pecho y sacarnos el corazón en cuanto exista una posibilidad.